
Reproduzco a continuación un muy interesante artículo que invita a la reflexión y al debate, del profesor Emilio Luque al que tuve el privilegio de tener como profesor en la licenciatura de Ciencias Ambientales, publicado en la revista AMBIENTE Y MEDIO, de la Asociación de Alumnos y Exalumnos de Ciencias Ambientales de la UNED (AAECAD).
¿Dónde están los ambientólogos?
En el debate, ya de por sí anémico, sobre la crisis social-ecológica, echo a faltar la voz pública de los ambientólogos. Esta controversia tiene numerosas dimensiones, desde la pérdida de biodiversidad o la acidificación oceánica, pasando por el urbanismo desbocado, hasta la mayor de ellas por su impacto y carácter global: la disrupción climática. No conozco investigaciones al respecto (lo cual ya es significativo), pero tengo la clara y distinta impresión de que apenas han trascendido posiciones nítidas, respecto de estos grandes problemas del naciente antropoceno, que provengan reconociblemente de los colectivos de estudiantes y titulados en Ciencias Ambientales. Por supuesto, la (des)atención generalizada de los medios de comunicación a los problemas socialecológicos explica gran parte de esta ausencia. Pero también es cierto que la legitimidad para ser escuchado, y el hueco entre los distintos debates, hay que ganárselos. Esto supone un enorme trabajo, es cierto: desde manifestaciones y manifiestos hasta informes, notas de prensa, entrevistas, cartas al director, y también la difícil construcción de consensos dentro de las organizaciones profesionales. Y esto se ha hecho desde los ambientólogos en mucha menor medida que en el caso de otros actores del escenario ambiental.
Yo voy a partir de este síntoma para plantear lo que me parece un error estratégico de los ambientólogos, que les lleva a perder relevancia y a aportar menos de lo que podrían a los profundos cambios que, ahora más que nunca, necesitamos que lideren y gestionen.
Lo menos comprensible para mí es que no sean parte central del esfuerzo de reimaginar la economía, lo que les ofrecería la mejor oportunidad de desarrollar nuevas opciones laborales.
Se limitan a menudo, por el contrario, a inútiles esfuerzos de señalar como intrusismo profesional la participación de otros titulados, claramente orientados, por ejemplo, a la medición y control de tóxicos o a la recogida de datos ambientales. Y sin embargo, estos otros profesionales encajan perfectamente en las necesidades de una acción ambiental pública muy restringida, como lo es ahora. Se trata de ensanchar y profundizar ese ámbito, no de aceptar su limitación.
Los ambientólogos parecen …/… renunciar a ser actores centrales en la transformación proambiental de toda nuestra civilización.
Lo diré con claridad: los ambientólogos parecen aspirar a ser los profesionales excluyentes de la regulación y la protección ambiental, renunciando a ser actores centrales en la transformación proambiental de toda nuestra civilización. Y no hay suficientes parques naturales para todos, que son lo más parecido a un ecosistema “fetén” que hemos dejado, de esos que salen tan bonitos y tan intactos en los libros de la carrera; no hay suficientes ISOs para todos. Pero creo que a todos nos iría mejor si plantearan propuestas ambiciosas a los representantes públicos; si realizaran el seguimiento de sus (in)cumplimientos; si contribuyeran a traducir acuerdos inconcretos, como la COP21 de París, en acciones realizables, medibles y verificables (y, en su caso, denunciables).
Es posible que el problema parta de su formación. La promesa del desarrollo de los ambientólogos como profesionales integrales, recogida en planes de estudio y folletos publicitarios, se enfrenta a dos graves problemas, derivados de los profesores llamados a formarles de este modo. El primero es que entre este profesorado apenas hay ambientólogos, porque no los había cuando comenzaron, y después han entrado con cuentagotas en las facultades correspondientes. Estos profesores son físicos, químicos, geólogos, ingenieros o sociólogos, que si tienen una visión integral del problema, no reducida a su disciplina, será por una mezcla de accidente y voluntad personal; los que ni se acercan a esa perspectiva, tan necesaria, se permiten despreciar en ocasiones a esta “nodisciplina” de la ambientología, por su menor capacidad de contribuir a sus respectivas disciplinas, de las que los ambientólogos son inevitablemente más “usuarios” que investigadores punteros.
La promesa de las ciencias ambientales no fue nunca la especialización, sino lo contrario: la capacidad de impulsar y articular el debate sobre problemas social-ecológicos, y de diseñar y poner en práctica las medidas correspondientes, de la mano de las empresas, de la ciudadanía y sus representantes.
La respuesta interna de los ambientólogos a menudo consiste en aceptar esa valoración negativa, e intentar “reparar” esa falta de profundización en su campo preferido, intentando acercarse al químico, ecóloga o botánico que, al contrario que ellos, sí tendría un perfil “serio”, acabado. Pero es que la promesa de las ciencias ambientales no fue nunca la especialización, sino lo contrario: la capacidad de impulsar y articular el debate sobre problemas social-ecológicos, y de diseñar y poner en práctica las medidas correspondientes, de la mano de las empresas, de la ciudadanía y sus representantes. La promesa estaba en su capacidad de poner a disposición de la sociedad su conocimiento experto de interacción[1] , que define la capacidad de entender y hacer entender los problemas ambientales, en lugar de parecerse a los demás científicos, espléndidamente aislados, desconcertados cuando se trata de comunicar la naturaleza y consecuencias de su trabajo, que nos afecta a todos. Creo que este tipo de conocimiento es de inmensa importancia en una democracia que se enfrenta a problemas socialecológicos cada vez más complejos, ante los que los ambientólogos estaban llamados a ser los mediadores, traductores y coordinadores. ¿Han aceptado los ambientólogos realmente esta vocación pública? ¿La han impulsado (pro)activamente?
El segundo problema es que la Universidad española sufre una profunda falta de coordinación entre las islas que forman ese “archipiélago de asignaturas” que denunciaba hace tiempo Ignacio Sotelo, ese reino de taifas de departamentos y facultades. Los espacios de coordinación que trataron de imponerse con el proceso bolonio no han funcionado más allá de generar otra capa de burocracia e informes, muchas veces desatendidos por sus propios firmantes. No era mala idea, pero las organizaciones de formación superior tienen profundísimas inercias, que van en dirección contraria a esa integración entre docentes que respalde y promueva la integración de saberes entre sus estudiantes.
¿Y qué hacer ante estos problemas? Creo que los ambientólogos deben asumir que no salieron y no van a salir bien formados en esta dimensión clave de su papel, y por lo tanto deben cubrir estas deficiencias como mejor se aprenden las cosas: con la práctica. Esta vez esas prácticas no tendrán lugar en laboratorios, sino en ayuntamientos, reuniones con asociaciones y partidos, parlamentos y medios de comunicación, y serán más complejas y con mayores sinsabores que la medición de un pH. Pero con el tiempo mejorarán muchísimo sus competencias de comunicación, de trabajo en equipo con actores heterogéneos, de traducción y coordinación, y muchas otras. Otra cuestión que afecta seguramente a la posición pública de los ambientólogos es lo que yo percibo como tensión no resuelta con las organizaciones y militantes ecologistas, más complicada aún precisamente porque estos militantes son muchas veces ellos mismos. Los juicios severos que he oído a menudo sobre la calidad de la información que maneja el ecologismo, o su estrategia de comunicación muchas veces espectacular (“alarmista”) mediante acciones de fuerte impacto, parecen trazar una frontera epistemológica entre ambos colectivos, en lugar de las necesarias sinergias. ¿Qué problemas hay (porque los hay) en esas formas de comunicación de los problemas social-ecológicos? ¿Pueden mejorarse conjuntamente?
Concreto ahora todo lo anterior: insto a la formación de una Coalición por un Impuesto al Carbono Creciente y Socialmente Justo entre las asociaciones de ambientólogos del Estado. Un impuesto al carbono con este diseño es la opción mejor valorada por los economistas con algún grado de preocupación ecológica[2], una vez que el gran experimento del mercado de emisiones europeo ha demostrado lo frágil que es el diseño y funcionamiento de esta otra forma de ponerle precio al carbono.
Esta propuesta añade al clásico impuesto pigoviano (tasemos lo que no queremos) el que sea un impuesto creciente cada año (por ejemplo, de 20 a 100 euros por tonelada de carbono en 10 años). ¿Por qué? Porque así creamos un escenario predecible para que los que deciden sobre inversiones lo hagan en la dirección correcta. Y este precio al carbono seguramente pudiera darle la puntilla a las energías fósiles en el terreno, por ejemplo, de la generación de electricidad, en el que las energías eólica y solar están ya en el entorno del punto de paridad, es decir, allí donde la inversión en centrales convencionales es menos rentable que en energías renovables, incluso sin subsidios para éstas últimas (y ojalá, desde luego, sin impuestos al sol u otras ventajas para las primeras[3]).
Pero si el petróleo y el carbón son más caros, y ese impuesto, para hacerse administrativamente viable, se cobra en los puntos superiores de la cadena (en refinerías, puertos o pozos), ¿no hará más caros todos los productos que incorporan los compuestos o la energía en la que intervienen esos fósiles (que son muchísimos)? Sí, y esa además es la idea: que cuando nos toque escoger entre un producto o servicio más caro debido a que incorpora más carbono en su producción, prefiramos los más baratos, que lo hacen en menor medida. Y esto nos llevará a preferir viviendas más eficientes, cadenas alimentarias más cortas, productos químicos no derivados del petróleo, etcétera (y ahí habrá oportunidades para los ambientólogos, arquitectos, agricultores o químicos que opten por los perfiles profesionales asociados).
Sin embargo, esto impactará proporcionalmente más en los que menos tienen, porque todo impuesto al consumo “plano” (como el IVA), disociado de la renta, es en principio regresivo. Pues devolvamos lo que recaudemos, mediante deducciones fiscales o reducciones en las cotizaciones sociales, a todos los ciudadanos por igual: y entonces los que más gastan, y no quieran cambiar esas pautas, redistribuirán parte de sus ingresos a los que sean más eficientes. El resultado agregado es una política fiscal como poco neutral, y seguramente progresiva, beneficiando a los que menos tienen.
Todas estas propuestas, por cierto, dado que se desarrollan en el marco de la economía de mercado, se encuentran a menudo con el rechazo derivado de considerar esta economía política incompatible con un planeta habitable, postura muy común, y con muchos argumentos a favor, en el ecologismo. Hasta que no desaparezca el capitalismo depredador no habría nada que hacer, salvo batallas puntuales. Mi ambición, por ahora, es más modesta: se trata de reducir la posibilidad de un cambio climático desbocado por la realimentación positiva (qué extraña palabra en este contexto) del permafrost, el albedo polar o la pérdida de las selvas tropicales. Yo creo que un impuesto al carbono progresivo y socialmente justo, que es una medida relativamente sencilla de poner en práctica, podría darnos tiempo, e incluso sentar las bases, para las transformaciones más profundas y sin duda necesarias. Pero para convencer a la ciudadanía de la bondad y necesidad de esta medida, sería crucial contar con la voz pública de los ambientólogos. Por supuesto, quizá no sea la que propongo la mejor estrategia.
Queridos ambientólogos, ¿lo debatimos?
[1] http://www.cardiff.ac.uk/socsi/contactsandpeople/harrycollins/expertise-project/concepts/
[2] http://www.carbontax.org/wp-content/uploads/2015/11/CTC_carbon_tax_sign_on_letter_28_Nov_2015_posted.pdf
[3]https://www.iisd.org/gsi/organizations/world-bank
Publicado originalmente en: AVEPMA (Asociación Valenciana de Estudiantes y Profesionales del Medio Ambiente).